jueves, 11 de agosto de 2011

Tres días con los Kuna. 11/8/2011






Lamento estos días de silencio blogueril, pero cuando uno visita una
comunidad indígena no puede esperar wifi en cada cayo.

Llegué a Panamá capital luego de un viaje de catorce horas en un autobús recién estrenado,
amplio, fresco y limpio. En el viaje conocí a Sara, una madrileña que viaja sola rumbo a Perú para dar clases en una escuela alternativa y que colecciona las historias de amor de las personas con las que se cruza. Algún días escribirá un libro, dice. Yo aporté a su obra mi pequeño granito de arena.

En la ciudad de Panamá dormí en un barrio sórdido y peligroso, como sórdido era el hotel al que me llevó mi taxista. Su nombre lo decía todo: "hotel económico". Mi habitación sin ventanas
carecía de encanto alguno y hedía a humedad. Cuando fui a salir para buscar un cibercafé donde colgar el post y un bar donde cenar, la ruda recepcionista me advirtió que transitar por esa zona a esa hora (las ocho de la tarde) era sumamente peligroso. Así que no escribí post ni
Limpiando la pesca de escamas.
cené aquella noche, sino que me atrincheré en mi apestosa habitación a la espera de que naciese un nuevo día, escuchando ruidos y voces fuertes en el pasillo.

Me fui a las cinco de la mañana. Un señor que conocí en el autobús me
había dicho que la chiva (el pick up) que llevaba a los indígenas a
Kunayala (donde viven los indios kuna) partía de la plaza 5 de mayo. A ella me llegué en un taxi
conducido por una compatriota nacida en Orense pero emigrada a muy
corta edad. En la plaza no había ni rastro de indígenas.

Preguntando, averigüé que recientemente habían cambiado el lugar de
recogida a una oficina sita en un callejón cercano a la iglesia de San
Juan Bosco. Allí esperé el carro, que no llegó hasta las ocho y media. Por cierto, que la gentil compatriota me
devolvió mi pequeño cuaderno de ruta, olvidado torpemente en el
asiento, a los veinte minutos de despedirnos.

Fueron casi cinco horas de viaje para cubrir los apenas 80 kilómetros que
separan Kunayala de la capital, así que no me detendré en detalles.

Kunayala es una comarca de Panamá, en la costa Sur del Caribe, reservada para los indígenas. Goza de una legislación sensiblemente diferente en algunos aspectos con objeto de
preservar su cultura milenaria. Tiene parte continental, cubierta de
selva, y parte isleña. Son casi 400 islas y cayos (la mayoría
deshabitadas) las que componen la comarca. En una de ellas, Cartí
Sugtub ("isla del cangrejo" en dialecto) me alojé yo, en casa de Baldo,
a quien conocí en el viaje.

Los Kunas son de corta estatura, piel
morena y cabellos lisos de un negro brillante. Tienen la cabeza grande,
las espaldas anchas y los brazos fibrosos.
Son barbilampiños, lo que explica las tímidas risas de las mujeres
jóvenes al verme la cara cubierta por una espesa barba. Ellos visten a
la occidental, aunque muchos van descalzos. Algunos tienen celulares y
conducen buenos carros. Ellas se arreglan de un modo peculiar. Visten
paños de vivos colores que ellas mismas confeccionan. Al pañuelo que
cubre su cabeza le llaman Tulemola y adornan sus orejas y nariz con
relucientes aros de oro puro.
La mayoría del pueblo Kuna venera a Baba-Nana, un Gran Espíritu
creador y pide permiso y perdón Napagua (la Madre Tierra) cuando tiene
que quitar un pedazo de ella para satisfacer sus necesidades. La
medicina Kuna es muy antigua, y se transmite oralmente en su lengua
nativa de maestros a aprendices. La culminación de ese aprendizaje de
medicina, legal únicamente en la comarca, es llegar a saber
tratar la mordedura de serpiente y asistir un parto.

El poblado de Baldo se compone de cabañas de paja y bambú y pequeñas
casitas hacinadas. Las estrechas calles son de tierra y los chiquillos
corretean descalzos por ella. Llegamos en el cayuco de su hermano
Alberto y de camino le compramos a un pescador cinco centollas
enormes por diez dólares, que luego cenamos hervidas en leche de coco.

La familia nunca compra pescado. Los peces se los procura José, el
anciano patriarca de la saga, que apenas habla español, y no ha perdido
facultades como pescador pese a su avanzada edad. A veces vende sus capturas a algunos restaurantes o a los vecinos. A mí me regaló un kelu (jurel) que estaba delicioso.

La familia con la que conviví está compuesta de ocho hermanos, de los cuales en la casa viven cuatro, todos con sus esposas y retoños. Cada familia comparte una
Mi amigo Anthony y servidor en un cayo diminuto.
habitación, compuesta de camas y hamacas, y separada de la siguiente
de mamparas de bambú toscamente adornadas. En el piso de abajo tienen
más hamacas, y una pequeña tienda de colmados a la entrada de la
vivienda donde pasan el día tumbados o atendiendo a los vecinos que
desfilan en busca de todo lo que se puede comprar en este mundo (desde
medicinas, ropa y desodorante, hasta lana, sopas y juguetes). No hay
agua corriente, y para ducharme usé un balde y un cubo.

Calculo que la isla ocupará la misma extensión que la Ciudadela de
Pamplona, pero dispone de un sencillo centro dispensario médico
estatal (aunque la inmensa mayoría acude al "indurgan" para sanar de la
manera tradicional) una fonda para marineros, unaescuela, un muelle pequeño y otro grande, donde atraca un barco
colombiano que provee a la isla de gasolina y otros productos "secos".

Los Kuna tienen su máxima autoridad en el Congreso Kuna, que tiene
sedes de paja y bambú en las principales islas. Para los delitos
menores, este consejo se encarga de imponer los castigos. Aquí no existe,
como en el resto del país, el maltrato o la cárcel. Según la falta
cometida, al reo le imponen un servicio a la comunidad que por supuesto no cobra.

Cuando el congreso reune a todos los vecinos (tuve la suerte de asistir a uno), siempre está presidido por los Sailas. Son los jefes políticos y religiosos, y los únicos con derecho a
reposar en hamacas (la hamaca es sagrada, como un puente de unión entre el hombre y la Madre Tierra). Estos hombres deben conocer las raíces más profundas de la cultura
Kuna y se encargan, entre otras cosas, de dar o negar el permiso a aquellos
indígenas que quieren salir de Kunayala.
Al llegar a la comunidad enseguida me hice amigo de los niños de la
casa, pero especialmente de Anthony, un chamaquito de ojos vivos como
una ardilla al que enseñé a hacer chipi chapas y a nadar a croll en un
solitario y diminuto cayo (tamaño plaza de la Cruz, por seguir con los
símiles pamplonísticos).

LA PESCA KUNA

Don José, el abuelo, me enseñó a pescar a la manera Kuna. Salimos
temprano por la mañana en su alargado cayuco construido de una pieza
(horadando el tronco de un gran árbol). La noche anterior había habido una tormenta
como no la he visto en mi vida. Apenas había oscuridad, pues los rayos
eran tan seguidos que parecía que fuese de día y los truenos eran tan
brutales que hacían retumbar la isla desde los cimientos. Gracias a
Dios no había viento, y pude sentir desde mi hamaca, mirando a la
ventana abierta, la fuerza bruta de la naturaleza descargándose a mi
alrededor.

Cuando salimos temprano en la mañana, el cielo anunciaba temporal.
Efectivamente, la tormenta volvió a descargar su furia y nos vimos
obligados a buscar refugio en un islote lleno de cocoteros antes de zozobrar. Yo aproveché la parada para bucear junto a un pecio roído
por el salitre y habitado por peces de colores, estrellas de mar y
corales. Era un barco pesquero que encalló en un banco de arena y allí
Lo que costaba era sacarles el anzuelo.
se quedó hace 30 años.

Cuando cesó el chubasco continuó nuestra labor. La pesca Kuna carece
de caña. Se arroja un sedal generalmente con cebo vivo y se aguarda
flotando en el cayuco. El truco es cómo sacar la pieza una vez pique.
Según cómo tire la presa del hilo, el pescador sabe qué pez es, y si
debe jalar fuerte del anzuelo, dejar que se clave él solo, o largar
sedal...

La pesca es abundante en los caladeros que conoce Don José. Entre él, su
hijo Alberto y Anthony sacamos más de treinta (sin contar las
sardinas). Había gelus, ispeuas, sargentos, -unos demonios rojo vivo
cuyas afiladas espinas dorsales sentí en mis carnes- y los mencionados kelus. Yo
saqué de todos los tipos, uno de ellos, plata con una línea dorada
cruzándole de parte a parte, tenía un tamaño considerable. Algunos
picaban a los pocos segundos de arrojar el anzuelo, tal es su
voracidad ante un cebo vivo. Por cierto que me tomé la
venganza por el pinchazo del sargento cuando me lo sirvieron frito sobre un puñado de arroz aquella noche.
El cebo eran pequeñas sardinas, pescadas por nosotros mismos con ayuda
de una rústica red atada a dos palos, y ensartadas en los anzuelos por los ojos.

Definitivamente ha merecido cruzarse este alargado país de punta a punta para conocer a los kuna y disfrutar de su hospitalidad. Han sido tres días inolvidables, un universo paralelo que seguro evocaré cuando me atrape el frío de Pamplona. Miraré al oeste y pensaré en el abuelo don José, sin dientes y con la mirada cansada y limpia, sentado en su cayuco de una pieza, sacando peces y dando gracias al Gran Espíritu por poder hacerlo.


El señor José, viejo pescador, listo para partir.

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