miércoles, 24 de agosto de 2011

¿Qué sos, Nicaragua? 24/8/2011


¿Qué sos sino un triangulito de tierra perdido en la mitad del mundo? / ¿Qué sos sino un vuelo de pájaros guardabarrancos, cenzontles, colibríes? / ¿Qué sos sino un ruido de ríos llevándose las piedras pulidas y brillantes, dejando pisadas de agua por los montes? / ¿Qué sos sino pechos de mujer hechos de tierra, lisos, puntudos y amenazantes? / ¿Qué sos sino cantar de hojas en árboles gigantes verdes, enmarañados y llenos de palomas? / ¿Qué sos sino dolor y polvo y gritos en la tarde,-"gritos de mujeres, como de parto"-? / ¿Qué sos sino puño crispado y bala en boca? / ¿Qué sos, Nicaragua, para dolerme tanto? 

(Gioconda Belli, ¿Qué sos, Nicaragua?)

...

¿Qué sos, Nicaragua? Esa es la pregunta que me hice cuando sellaron mi pasaporte y entré al país. Una pregunta que intenté responder a lo largo de mi estancia, lográndolo solo en parte. Me faltó tiempo.

Mañana abandono el último país de mi viaje. El mejor. No es donde vi más animales, no es donde conocí a más gente (a excepción de mis dos últimos compañeros de viaje, Emanuele y Sam, italiano y neoyorkino) ni donde más me divertí. De hecho ha sido el país de mi ocaso, una tierra a la que llegué cansado de caminar, con mis sandalias ajadas y cubiertas por el polvo de muchos caminos, con el peso de mi macuto agrandándose a mi espalda a cada paso, con pocas palabras ya en los dedos para teclear esta bitácora. Llegué a Nicaragua sintiendo cerca el calor del hogar añorado, con los bolsillos ya casi vacíos, y con la piel maltratada por el sol del trópico y los mosquitos.

Dejé a Nicaragua para el final, y ese fue mi error, debí llegar cuando aún rebosaban en mí el ímpetu y el arrojo del que apenas acaba de bajar del tren.
Pero, sin duda, la experiencia de conocer este país, por ser la menos amable, ha sido la mejor.

Nicaragua exuda un sudor de sangre fresca, de hambre y analfabetismo asomando en muchas casas, de injusticia. Y pese a ello aún sonríen los chiquillos que piden córdobas hasta en las fuentes de agua volcánica de Ometepe, donde los turistas se ponen a remojo a ver si se curan de algo o les crece el pelo.

La sonrisa nicaragüense. Por cada choza denegrida, por cada res desnutrida, por cada agravio entre vecinos, por cada atropello de los poderosos, algún nicaragüense regala una sonrisa al visitante.
"No nos deje, vuelva usted, que este país necesita abrirse, necesita ver y oír lo que pasa más allá del Caribe y el Pacífico, conózcanos, no se quede con lo que leyó o lo que vio en la televisión, venga a visitarnos", parece expresar el gesto.

He tenido la suerte de haberlo podido hacer, de ver el potencial de sus colinas, de sus mares, de sus gentes.

Pero el potencial se desperdicia día a día en el país que hace años concentró los anhelos y esperanzas de medio mundo. ¿Dónde está ahora Nicaragua? ¿Quién se queda la plata para hacer las carreteras, cuyos guijarros y zanjas pincharon la rueda del auto de Don Ángel, mi chófer en Ometepe? ¿Quién impide que se venda la gasolina barata? ¿Quién niega un par de zapatos nuevos a Juan Gabriel, el niño de San Ramón que va a la escuela pisando barro?

Algunos nicaraüenses se hacen la pregunta, otros la evitan o se encogen de hombros como única respuesta. "Roban todos, los de siempre. No sé ni para qué hacen elecciones, con el gasto que supone", decía un joven taxista que me llevó a Rivas.
Y ya no hablamos él y yo más de política. En ese terreno todo es encogerse de hombros, resignarse a lo que hay. A lo que hubo siempre, desde los tiempos de los españoles hasta Somoza, la revolución y Daniel Ortega. Charlamos en cambio sobre boxeo, béisbol y el Barça, que enciende hoy las mismas pasiones que otrora lo hicieran la desigualdad social o el hambre.

Don Ángel en cambio, sí opina. Me cuenta al poco rato de reparar la rueda a los pies del volcán Arenas, que el problema es el "dictador" que regresó al poder tras ganar en las urnas. Recuerda con amargura la revolución como una esperanza fugaz que acabó en racionamiento y libertades individuales cercenadas en nombre de la igualdad.

Y habla de la sombra de las armas, que vuelve a cernirse en algunos puntos del país. "Ya se oyen algunas balaceras", explica. Y me refiere asesinatos políticos entre personas cuyos nombres ni me suenan. "Dios quiera que vivamos en paz, pero las dictaduras provocan guerras, porque el pueblo se cansa". Su argumento lo he oído en mil países, en  boca de líderes de izquierdas, de derechas, blancos y negros. La justificación de la violencia. Aquí fueron los Somoza primero, los sandinistas más tarde, la Contra y la CIA después, los que hicieron propio ese discurso. Todo para justificar el festival de la sangre.
 "Pero con frecuencia quitan a un dictador para poner a otro", replico respetuosamente.
Otra vez el encogimiento de hombros y el silencio por respuesta, en este caso de una generación demasiado acostumbrada a resolver las cosas a tiros.

¿Qué sos, Nicaragua? ¿Esperanza? ¿Resignación? ¿Optimismo? ¿Pesar? ¿País prometedor o caso perdido?

Y así, sin responder del todo a esas preguntas, cruzaré mañana la frontera para volver el día 28 a la tranquilidad de mi casa. Lo haré con la pena de no haber podido profundizar un poco más en este país de poetas, guerrilleros, curas y campesinos. Pero llevo conmigo la convicción de que la sonrisa nicaragüense me hará regresar antes de que la corrupción, la violencia o la pobreza, consigan borrarla del moreno rostro de los chiquillos de San Juan, de las viejas vociferantes del mercado de Granada, del pastor de vacas que saluda desde su caballo, o de la muchacha que acaba de servirme un gallopinto diciendo, dulcemente, "con permiso".

Viejo mirando a su Patria desde la Isla de Ometepe.

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