lunes, 15 de agosto de 2011

Perra vida. 15/8/2011


Es curioso levantarse por la mañana sin tener muy claro dónde va a

dormir uno y acabar en un hotel lujoso pagando solo diez pavos por
noche merced a una oferta brutal. Temporada baja, ya saben.

Me encuentro en la paradisíaca isla de Bastimentos, en el Caribe de
nuevo, aún en Panamá pero muy cerca ya de mi querida Costa Rica. He
decidido quedarme aquí dos días, tomando el sol, nadando en las
cristalinas aguas que me rodean, sin hacer nada. Ni bucear con
escualos, ni descubrir pueblos indígenas que viven donde Cristo dio
las tres voces, ni levantarme a las cinco, ni ver cocodrilos descomunales esperando un bocado junto a la lancha en la que debo embarcar, ni rebotar durante horas por agotadores carretiles
de mala muerte en autobuses que huelen a orines...


Pongo mi espíritu aventurero en cuarentena durante dos días y tres noches. Solo
leeré (tras Moby Dick, afronto la placentera tarea de devorar "Los
cuatro jinetes del Apocalipsis", de Vicente Blasco Ibáñez) y vaguearé
al más puro estilo caribeño, disfrutando de las comodidades que se me
ofrecen a un precio económico. Después afrontaré la recta final de mi viaje, aún no sé con qué rumbo.

El hotel es una maravilla, y apenas hay gente. Se emplaza en medio del
bosque, en lo alto de un cerro y ahora que ha llegado el crepúsculo,
desde aquí se oye el rumor del mar tan solo roto por el canto de las
miles de ranitas rojas que pueblan la isla.

Mi habitación tiene literas para doce, pero en ella solo me alojo yo,
hay aire acondicionado, wifi y una limpieza y buen gusto en la
decoración que no encontraba desde hace mucho (ni tampoco la buscaba,
la verdad). La isla es menos turística que la principal, Bocas del
Toro, y la bahía, calma como un estanque, está jalonada de manglares.

Llegar hasta aquí ha supuesto tres viajes en tres autobuses diferentes
para cruzar de mar a mar el istmo panameño. El primero de los buses,
atestado hasta la bandera, con viejitos y niños de pie o sentados los
unos encima de los otros, ha sido tedioso y accidentado.

El chófer se comía todos los baches, y tomaba la innumerables curvas
de la senda semiasfaltada que recorría, como si le persiguiese el
mismo diablo.

Poco después de una de esas curvas, a punto ha estado de irse al
barranco llevándose consigo un buen puñado de almas. La culpa ha sido
de un cachorrillo despistado que se ha paralizado en medio de la vía
cuando ha visto que el bus se le echaba encima. El chófer se ha
apiadado y con dos violentos volantazos y una pitada que casi provoca
un infarto en mi aletargado corazón, ha conseguido esquivar al
cachorro, ganándose una bronca monumental de una señora del pasaje.
-"¡A esta gente si le mato un perro me matan a mí, señora!", se ha
defendido el conductor.
-"Pues mejor eso que no matarnos a todos, huevón!", ha respondido la señora.

Yo tenía el dudoso privilegio de viajar en la primera fila, justo
detrás del chofer, y he asistido mudo y cabeceando a la bronca, viendo
como el hombre mascaba su enfado al volante del trasto rodante. Pero
el verdadero espectáculo ha llegado un poco más tarde.

Lo de los perros en esas carreteras secundarias es verdaderamente un
peligro. Vagan por decenas, sueltos, perezosos, sin collar alguno que
los identifique. Son como sus dueños: despreocupados, tranquilos,
aficionados a una buena sombra en la que tumbarse a la bartola gran
parte de los días de su tranquila vida.

Pero a veces, su falta de chispa, les juega una mala pasada. Eso le ha
ocurrido a un sabueso color canela un cuarto de hora después del
suceso del cachorro. El bus da una curva y ve al chucho plantado en
medio del asfalto, con su dueño desbrozando la maleza de la cuneta con
un machete. Pitada fenomenal, amago de volantazo a izquierda y derecha
y el perro que se levanta, trastabillea a un lado, pero se asusta, duda y
vuelve para escapar por el otro. Y ese momento de indecisión, esas
décimas de segundo, terminan con el perro mirando a la cabina con ojos
de terror, orejas gachas y finalmente cara de resignación ante su inminente destino.

El chófer, sin margen ya de maniobra aprieta el volante decidido a no ganarse otra bronca por
intentar esquivarlo y pisa el acelerador para que el momento pase
rápido. Todos los pasajeros contenemos la respiración y la mujer que
va a mi lado ahoga un grito y agacha la cabeza.

Luego un gemido canino bruscamente interrumpido por el golpe y un bache blando y prominente que a todos nos pone la carne de gallina. Silencio tenso. Solo se escuchan ya
lejos los gritos del dueño del animal cagándose hasta en los muertos
mas frescos del conductor y esgrimiendo el machete.

Un viejo que viaja de pie en el pasillo ha vuelto la cabeza y riendo
ha dicho: "Quedó vivo el perro, quedó vivo". Me alegro, por él aunque no
quiero imaginar en qué estado, ni le auguro una vida larga ni feliz.

La señora de antes se queja ahora de la barbaridad cometida contra la
pobre criatura.
-"La vida de usted vale más que la del perro señora, y no quisiera
equivocarme", brama el sulfurado conductor, empapado en sudor y con
cara de basilisco.

Desde luego, viendo al propietario del can blandir el machete en la distancia,
apostaría mi fedora a que la que no vale nada ahora mismo es la vida del pobre
chófer.

Esta noche soñará con el perro, la señora, el dueño del
malogrado animal, y hasta conmigo, imagino. Y tendrá pesadillas. Y,
-¡Qué injusta es la vida!-, mañana al alba, mientras yo duerma a
pierna suelta a muchos kilómetros en una isla paradisiáca y él se ponga la camisa para ir a
trabajar, se mirará al espejo y lamentará: "¡Perra vida la mía!"

Porque sabe cómo se arreglan las cosas en el campo, porque mañana tiene que
hacer el mismito recorrido, y porque mañana, en la carretera habrá un chucho
menos, pero un filo de acero más.

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