sábado, 30 de julio de 2011

Pura Vida. 30/7/2011



Escribo desde San Gerardo. Acabo de comer un casado de pez vela con arroz y frijoles regado con una cerveza imperial (la de aquí), escanciada en un tazón de leche para disimular, porque la taberna carece de licencia para servir alcohol.

Mis tobillos y rodillas están entumecidos y doloridos, tengo mojado hasta los gallumbos, pero estoy feliz: acabo de bajar del Chirripó.

El descenso del techo de Costa Rica ha empezado bien. El día era luminoso y la selva nos recibía con un coro de aves y de lagartos tumbados a la bartola. El único inconveniente era que el fango provocado por la lluvia de ayer sumado al calor de hoy ha dado como resultado nubes de mosquitos entre los que nos debíamos abrir paso a cada charco. Era el único inconveniente digo, hasta las dos de la tarde. A punto de concluir la caminata y sin decir esta boca es mía, la niebla, y a los cinco minutos la lluvia, han hecho su aparición de manera más virulenta aún que ayer. En treinta segundos estábamos de nuevo calados, bajando a trompicones, -chof chof chof- entre resbalones y salpicaduras, por un auténtico río color Nesquik.

Pero insisto, hemos llegado a San Gerardo, la aldea a los pies del parque del Chirripó contentos de nuestra hazaña. Antes del casado de pez, lo último que habíamos echado al buche era un ollacarne, un guiso a base de yuca, papa, chayote y res, que sobró de la cena de los gringos y que su cocinera muy gentilmente nos guardó para recargar energía cuando bajásemos de la cima del Chirripó al campo base.

La ascensión... Bueno, al final no hemos madrugado tanto, han sido las cinco y no las tres de la mañana cuando iniciábamos la ruta. Amanecía en el Valle de los Conejos, partido por el torrente que lo cruza de parte a parte, cuando hemos avistado la cumbre, tamizada por los primeros rayos del alba.

La subida ha sido dura, pero reconfortante. Hacía una espléndida y tibia mañana, como para contrarrestar el gélido recibimiento que nos brindó el día anterior.
Una cuesta que serpenteaba el Cerro Ventisqueros nos ha puesto a Carlos y al menda a los pies de la ultima gran roca que corona el Chirripó, donde flamea una bandera patria y a donde se llega prácticamente escalando.

El momento cima
Son las siete de la mañana y ahí estoy, en lo más alto de Costa Rica, en la montaña más alta que jamás escalé. Miro al horizonte azul y anaranjado y veo un océano, el Pacífico, y apenas giro la cabeza y veo entre nubes bajas otro océano, el Atlántico. Y oteo enfrente, hacia el Norte y veo un volcán, me dicen que es el Irazú, donde estuve hace tres días, y observo que de él brota una fumarola inmensa, como aquellas de las que me previno el simpático guía (en la foto de arriba lo podréis comprobar). Y luego miro al valle de los Conejos, al páramo y a la sabana, y más allá a la selva que me dejó hecho un ecce homo.

Y observo quietud, pero percibo movimiento. Agua que fluye, plantas gigantes que crecen ocultando las huellas y el hollín de un antiguo incendio, criaturas que nacen y criaturas que mueren, y criaturas que se comen las unas a las otras. Y pienso en el colibrí, en los lagartos, en el pájaro negro de ojos amarillos al que le he lanzado un gusano enorme esta mañana, y en todo lo que me queda por ver en este país ahora bañado por el sol del trópico como un regalo celestial.

Y vuelvo a mirar al cielo, al horizonte, a los valles... y por fin cierro los ojos y aspiro una bocanada grande del aire fresco y limpio del cerro. Y entonces entiendo la expresión con que los costarricenses, viejos y niños, se saludan y despiden en este hermoso país: "Pura vida".

viernes, 29 de julio de 2011

La fuerza de la voluntad. 28 y 29/7/2011

Escribo estas líneas desde el campo base del Chirripó a 3.400 metros de altitud. Llevo dos días en la zona del Pacìfico Sur, lleguè ayer a Pèrez Zeledòn para reunirme con Carlos, un amigo de mi tìa Montse. En Pèrez Zeledòn me alojo en casa de Carlos, una cabaña de madera sin lujos pero muy acojedora. Està en el barrio de Quebrada, cuyas casas se diseminan por las colinas, justo donde empieza la selva.

Ayer hice mi primera incursión en los dominios del tigrillo y el tucàn. Nada màs llegar de San Josè a Pèrez, despuès de cruzar en autobùs el cerro de la Muerte (viendo las curvas, los precipicios y la bruma espesa como el cemento que oculta cada bache no es difìcil imaginarse el origen del nombre), fui con Carlos a su cabaña, donde conocì a algunos amigos como el joven Walter o Jairo. Una hora despuès de llegar, ya estàbamos cruzando la espesura para subir a un cerro empinado como un demonio que casi acaba conmigo. El motivo fue la tremenda humedad y el calor del bosque, que me hicieron sudar como en una sauna. Jairo llevaba un machete en ristre para aclarar la senda, que serpenteaba angosta entre la vegetacion impenetrable.

Al poco de partir, atravesamos un túnel de desagüe del que salía un fuerte chorro de agua y en el que habitan decenas de murciélagos que espantamos previa entrada. Para salir al otro extremo debimos andar agachados y en la màs completa oscuridad. No quiero imaginar què criaturas me observaban cada vez que echaba la mano a ciegas para apoyarme en aquel resbaladizo tubo.

En la selva, el recién llegado aprende rápido que si uno no se anda con ojo, està jodido. La maleza que camufla barrancos, la niebla que aparece sin aviso, los bichos que pueblan cada piedra o agujero, o los árboles en los que se apoya uno cuando está trepando pero que están cuajados de espinas como alfileres... ponen al hombre en su sitio.

Antes de llegar a la cumbre tras un penoso ascenso entre el calor sofocante, la vegetación, el barro rojo de la senda y las gruesas raìces, me rasgué el pantalón y la pierna con una de esas, lo cual me dio ocasión de estrenar mi saquito de costura y el botiquín en un día. Nada grave.

Despuès de una subida con trastabilleos, sudores y mosquitos (¿os acordàis de Robert de Niro en "La Misiòn", cuando carga sus armaduras para purgar la culpa en la selva? asì andaba yo màs o menos), alcanzamos el peñasco que corona el cerro. Para ello tuvimos que escalar un poco allí donde anidan los zopilotes, aves carroñeras que nos observaban desde las copas de las ceibas, pero que se quedaron sin almuerzo. Las vistas allì eran impresionantes pese a estar nublado.



Mañana haremos otra cumbre, la mencionada del Chirripó, la más alta del país, 3.820 metros. La ascensión de hoy hasta el campamento base (6 horas de pendiente, lodo y piedras) ha sido quizás más dura que la de ayer, con la diferencia de que en esta ocasión el calor ha sido frío y la humedad una lluvia torrencial que nos ha calado hasta los huesos sin hacer caso de capas ni goretexes. Eso sì, hemos visto ciempiés, periquitos y un colibrí.

Justo antes de llegar al refugio, terminada ya la selva, que daba paso a un paisaje pirenaico, la cuesta se empinaba hasta la ofensa. No en vano la llaman "la de los arrepentidos". Así andaba yo, muy por detrás de mi camarada, con el agua corriendo por mi cara y casi sin resuello (¡dónde queda junio, cuando subí con mi primo Josetxo y mi hermano el Bisaurín para bajarlo al galope!). Pero entonces he visto un letrero de madera en el que ponía lo siguiente: "Ahora que los pasos se hacen más lentos y que la energía da paso a la fatiga, prevalece un primitivo instinto del hombre: la fuerza de voluntad".

En estos momentos, ya estamos secos, bajo techo y con un par de caldos en el buche. Mañana el madrugón será atroz, pero merece la pena. Saldremos a las tres de la mañana para ver amanecer en la cima y bajar de nuevo. Todo un reto, sobre todo para nosotros, que no llevamos porteadores. Lo digo por una cuadrilla de gringos bien alimentados que ha subido con un guía y un caballo enjuto y tristón para los bultos. ¡¡Qué tropelía!! ¿A qué desalmado se le puede ocurrir cargar a una pobre bestia con las mochilas de uno?

miércoles, 27 de julio de 2011

Azufre y Agua Bendita. 27/7/2011


Llueve torrencialmente sobre el tejado de uralita que me protege en el albergue. Acabo de llegar de mi primera incursión a la Costa Rica campestre. Este país es un desbarre de foresta y animales. La vida se abre camino en cualquier grieta de las aceras, en cualquier terruño florecen plantas descomunales, de mil verdes distintos, y flores, insectos y alimañas. Incluso en el cráter ceniciento y yermo de un volcán brotan hierbajos ralos. Y eso que no me he alejado mas que 70 kilómetros de San José. Ardo en deseos de penetrar en la selva.

Hoy me he levantado puntual para mi cita con el volcán Irazú, situado al Noroeste. Es el más alto de los 580 que accidentan la geografía de este istmo (3.432 metros). Aún activo, erupciona cada 50 años más o menos. La última vez fue en 1963, el día que John Fitzgerald Kennedy llegaba al país en visita oficial y grandemente loada. Ese mismo año le volaron la tapa de los sesos, al hombre. Un busto recordaba su persona en Cartago, pero la rama de un árbol con ínfulas de Oswald lo tiro al suelo al crecer rápidamente. Ya no la volvieron a colocar.
En esta zona del país, cuando la naturaleza destroza algo, generalmente el hombre se rinde a lo evidente y da la guerra por perdida. Así por ejemplo, la primigenia capital del país era la citada Cartago, a los pies del Irazú, pero después de que fuese arrasada por completo (Delenda est Cartago, no viene de ahí, pero podría ser) por el volcán dos veces en apenas doscientos años, las autoridades optaron por llevarse la capitalidad a San José, mas guarecida de la lava y las nubes mortales.

Por ejemplo, la catedral de Cartago es ahora un parque. Solo quedan de ella los muros exteriores. Y era grande, de gruesas paredes y debió de ser hermosa. Lo mismo, el volcán la derribó y los feligreses optaron por no tentar más a la suerte.
Otro ejemplo. Las viviendas en esta region son de un piso por lo general, de paredes finas y colores vivos, y sus techos son de zinc. Se construyen asi porque hay tanta posibilidades de que se les vengan encima (terremotos, erupciones, corrimientos de tierra, inundaciones, huracanes...) que las hacen ligeras para que aplasten lo menos posible.

Todas estas cosas nos las ha contado Eddie, el simpático guía que nos ha llevado al volcán, al Santuario de Nuestra Señora de los Ángeles, patrona del país y protectora de las Américas, y al valle de Orosi. Digo nos ha llevado un poco a mi pesar, porque fruto no sé si de un mal entendido o qué, mi día de hoy lo he vivido metido en un bus con tres brasileños y veintipico mejicanos ruidosos y divertidos con sus chavitos, más ruidosos aún.

La verdad es que, todavía somnoliento, me ha causado verdadera pereza ver el percal de los cuates de buena mañana, y más cuando el guía me ha presentado ante todos diciendo que era de Pamplona y haciéndome preguntas sobre los encierros ante las voces de asombro y los aplausos del grupejo.
Pero bueno, he hecho de tripas corazón y al final les he pillado cariño a los mejicanos, sobre todo a la hora de la comida donde hemos hablado de todo y me han hecho un test sobre mi edad, mi estado civil y mi profesión. Por cierto, oyendo los acentos latinoamericanos, melosos, dulces, suaves y divertidos, me doy cuenta de lo seco que hablamos el Español en el Norte de España. Y la de consecuencias que eso tiene en nuestra personalidad.

En el volcán, nos ha explicado Eddie que a veces se producen escapes de azufre y fumarolas que lanzan al aire gases venenosos. Justo cuando penetrábamos en el primero de los tres cráteres nos ha contado la historia de una familia de yankis que se derritieron literalmente por ese motivo hace unos años. "Así que ya saben, importante seguir el protocolo de seguridad: si ven correr a la gente, corran ustedes también", tenía guasa el hombre.

En el volcán me he llevado mi primera grata sorpresa. Los que me conocen saben que me deleito en la observación y conocimiento de los bichejos variopintos que moran en este mundo. De hecho, ese ha sido uno de los principales atractivos que he visto en Costa Rica para iniciar esta aventura. Pues imaginad cuando se ha acercado a mí un curioso coatí acostumbrado a los visitantes que le dan pan y otras chucherías. Si habéis visto Master and Commander, pensad en el médico y naturista Stephen Maturin cuando desembarca en las islas Galápagos.

Pues ese era yo, agachado y persiguiendo al coatí, que ha perdido el interés por mi persona en cuanto ha visto que carecía de viandas con que saciar su hambre.
Después de visitar el infierno de azufre que de momento duerme, hemos bajado al pueblo de Cartago para ver, como he dicho, la iglesia erigida en honor de la Virgen de los Ángeles. Cuenta la tradición que en el siglo XVII una indígena que recogía leña encontró una talla en piedra de la virgen y el niño. Al llevarla a casa la minúscula talla desapareció, y a los días siguientes volvió a encontrarla en el mismo lugar que la primera vez. La indiesita volvió a llevársela unas cuantas veces, siempre con el mismo resultado. Hasta que algún obsipo tuvo una revelación en sueños en el que la Madre de Jesús pedía que se levantase un santuario en el sitio donde se aparecía.

He podido comprobar la inmensa devoción que los costarricenses profesan a su Patrona. En la iglesia había una puerta para entrar de rodillas, y no eran pocos los fieles que así lo hacían, entonando en voz baja sus plegarias y letanías. Además, junto al templo hay una fuente de la que brota agua bendita y sanadora, de la cuál por supuesto he tomado un buen trago. Algo que me ha llamado la atención ha sido las ofrendas depositadas en el ostensorio de la iglesia donde descansa la talla que encontró la india. Las habían colocado allí feligreses que fueron objeto de milagro de la Virgensita. Había una rama de árbol astillada junto a una tarjeta de un campesino que explicaba cómo un día se cayó de un árbol y quedó ensartado en ella, pero que gracias a la intervención de María sanó sin secuelas. También había un remo con el que un náufrago luchó contra los tiburones desde su endeble balsa y salvó la vida gracias a la mediación de la Virgen, patrona por cierto de los que vieron hundirse su barco en la mar. Curiosas eran también las vitrinas con medallas y triunfos deportivos, colgados allí ya os podeis imaginar por qué.

De ahí, nos hemos ido a comer un plato de res (vaca) con arroz y ensalada junto a un río en el que practicaré rafting próximamente. Alrededor trabajaban campesinos el cultivo de cebollas, papas, zanahorias, mostaza y café. Todo lo que se siembra crece en abundancia y es de excelente calidad gracias a las cenizas volcánicas que, después de arrasar con todo, fertilizan la tierra. La Naturaleza, como Dios, aprieta, pero no ahoga.



PD: mi teclado sigue sin tildes ni eñes, pero he ido palabro a palabro copiando acentos y pegándolos, ¿Qué menos si he de impartir Lengua, no? Trabajo de chinorris, pero si se me ha escapado alguna, ahí se queda. Mañana a las seis, bus al Pacífico Sur. Agureees.

La llegada al Mundo de Colón. 26/7/2011



Esta es la continuación de la anterior entrada. Como observaréis, sigo sin pegar ojo a las cuatro de la mañana.

... Lo que vino luego de mi viaje relámpago a NYC fue un viacrucis de posturas en los asientos de mi puerta de embarque para cerrar los ojos siquiera un minuto. Dolorido y sin poder conciliar el sueño, a las dos de la madrugada opté por perder la vergüenza y montarme un campamento mas cómodo, pero no demasiado digno. Tampoco había mucha gente en la terminal y además en NYC a nadie le importa lo que haces. Había visto un tipo practicando yoga antes de embarcar al comienzo de la noche. Tendí en la moqueta la manta con la que nos habían obsequiado en el aeropuerto a los cuatro gatos que pasábamos allí la noche, saqué el saco de dormir y me puse la mochila de almohada. No tardaron en imitarme otros viajeros.

Llegaron las cinco y media de la mañana y desperté por intuición, pues el móvil estaba sin batería y no tenía adaptador. Recogí el campamento, fui al baño a lavarme la cara y cambié unos euros a dólares. El avión nos embarcó a las seis y media y partimos a San José en un viaje sin contratiempos.

La llegada esta mañana fue en medio de nubes. Aquí es época lluviosa, amanece soleado a las cinco de la mañana y a partir de medio día llueve torrencialmente, aunque hoy no lo ha hecho. Llegué a mi albergue, me desprendí de las alforjas y revise los emails. Estaba agotado por el viaje, pero no tenía sueño. Me di una ducha y me fui a dar una vuelta y a comprar algo de comer, un sacapuntas y un adaptador de enchufes europeos. Por cierto, que no es barato este país. Se paga en colones y dólares americanos.

Después pasé la tarde leyendo y reposando hasta que a las seis de la tarde hora local, me entró un sopor incontenible y me dormí en la litera hasta hace apenas una hora y media. Cosas de los trastornos horarios, supongo. Hay un buen puñado de viajeros, algunos solitarios como yo y todos de procedencia ignota, porque no he encontrado a nadie que se preste a conversar, la verdad. Ni siquiera el rubicundo espigado al que le he regalado uno de los dos bocadillos que he preparado porque me había saciado con el primero.

Mañana iré a ver no sé qué volcán y pasado bajaré hasta la zona del Pacífico Sur, a un pueblo llamado Pérez Celedón, donde me espera un conocido de mi tía Montse. Y luego, ver venir. Tengo tiempo y ausencia de prisa.
Este blog es provisional a la espera de que se solucionen algunos fallos técnicos del oficial. Cuando esté listo colgaré la bitácora en facebook. No prometo una actualización diaria, pues no tengo ordenata y dependo de cibers y demás. Pero bueno, ya iréis sabiendo de mí.

Abrazos.

El Empire State y los Gigantes. 25/7/2011


Pues resulta que escribo desde el albergue en el que pernocto en San José de Costa Rica. Perdón por las tildes, pero el teclado del ordenador es gringo. En Costa Rica en seguida advierte uno la influencia gringa. Los coches son enormes, tipo pick up y de marcas como Ford o Chevrolet muchos de ellos, en el español meloso que hablan los lugareños se insertan con frecuencia anglicismos, las series y películas van subtituladas y las dos conversaciones de más de diez minutos que he mantenido con dos costarricenses ha versado sobre yankilandia (crisis económica y auge de los hispanos).

Ahora mismo son aquí las 3 y pico de la mañana. Tengo los ojos como un mochuelo a causa del jet lag, los ronquidos de una francesa que yace en la litera contigua y los zumbidos de los mosquitos que parecen Spitfires a punto de lanzar un ataque. No preocuparse, siendo mi primera noche aquí me he bañado en antimosquitos Goibi, pero aun así el sonido de su vuelo es espeluznante en la oscuridad.

Mi viaje comenzó el lunes 25 a las 13 horas diez minutos. Era la festividad de Santiago en España, lo cual interpreté como un guiño del destino dada la naturaleza de mi pasada aventura asnil.
El vuelo fue largo (8 horas 8 minutos) pero placentero. Pude elegir entre un catálogo de películas que se me ofrecían en la cabecera del asiento delantero y visioné Malditos Bastardos en VO y Avatar en sudamericano. Además me encantó mirar por la ventanilla y observar el Océano Atlántico, con sus tiburones blancos y sus olas inmensas, que por supuesto imaginaba. Salimos de España por Finisterre y entramos en América sobrevolando la península del Labrador. Una inmensa planicie jalonada de entradas de mar y lagos por todas partes.

A Nueva York llegamos en medio de una intensa borrasca.
Después de pasar los indiscretos y pormenorizados controles yankis (¿es usted un nazi prófugo de la Segunda Guerra Mundial? ¿Ha sido condenado por delitos contra la infancia? ¿Lleva caracoles en la maleta o padece el ébola?).

Pisé por primera vez la tierra de las oportunidades ataviado con mi fedora (el sombrero que luciré en este viaje y que da nombre al blog) y mi macuto. Lo primero que hice fue sacar de la mochila unos vaqueros y el chubasquero, antes de volver a facturarla, luego de tomar un monorrail y un tren, atestado de neoyorkinos de película. Una señora negra aferrada a su bolso y con sombrero me dio coba durante el viaje, me sentía como si estuviese hablando con una celebridad, con una estrella de Hollywood (así de importante es la influencia fílmica de los americanos en mi imaginario. Veía un negro con gorra o un coche de policía y creía que iba a aparecer entre ellos Bruce Willis, Will Smith o Macauli Caulkin, aquel niño prodigio que acabó comiéndose los... en fin ya saben).

La primera imagen al salir del Madison Square Garden debió producirme la misma honda impresión que a cualquiera que no sea neoyorquino. El ajetreo, los bocinazos, las sirenas el ir y venir de gente, las miles de razas mezcladas, -chinos, negros, latinos, judíos-, las avenidas interminables. En fin, era Nueva York. Di un paso y un negro que me llamó Man con su inconfundible acento me endilgó un paraguas endeble por cinco pavos. Estuve tentado de regatear, pero luego recordé que era NYC, no Roma, y que acababa de llegar, así que me contuve. Y nada, eché a andar.

Eran las cinco de la tarde y mi vuelo a Costa Rica no partía hasta la siete y veinticinco de la mañana del día siguiente, así que tenía tres horas para pasear por NY y volver al aeropuerto a maldormir tirado en el ultimo tren. Iba mirándolo todo, buscando imágenes familiares (la verdad es que todas lo eran), sintiendo la lluvia en el paraguas, rozándome con la gente que transitaba veloz, oliendo a frijoles, hot dogs y frituras, viendo la riada amarilla de taxis que inundaban las calles.

Y así llegué al Empire State Bulding. Sabiendo que en tres horas no da tiempo a visitar NY como Dios manda, opté por subirme a un alto y echar un ojo. Y más alto que eso no había. 20 pavos y un ejército de botones pulcramente uniformados y con gorra de plato me fue indicando el recorrido hasta llegar a lo alto del edificio. Hacía mucho viento en la terraza y el chubasco arreciaba. Fue salir fuera y perder los cinco pavos del paraguas, que se deshizo como la mantequilla al primer soplo de aire. Me ajuste la capucha por encima del fedora y empecé a dar vueltas de 360 grados admirando las impresionantes vistas de la isla de Manhatan y sus pedanías.

Central Park, la ONU, el hueco de las torres gemelas, el puente de Brooklin y a lo lejos, una silueta borrosa por las nubes que debería ser la envidia de cualquier democracia digna de ese nombre: la estatua de la libertad. Ya sé que es friki, pero viéndola me vino a la cabeza nuestra estatua de los Fueros. Por su simbología y forma, se podría decir de manera osada que la nuestra es pariente lejana de la otra, la que vive allá en el pueblo, claro.

Viendo el trafico muchos metros por debajo de mi cabeza, me acordé de mi abuelo Paco, que aterrizó en la Gran Manzana en los años sesenta. Él tuvo el privilegio de recorrer la 5Th Avenue bailando el gigante europeo de la comparsa de Pamplona, con motivo de la Exposición Universal de aquel año. (En casa dejaron a los gigantes negros para no herir susceptibilidades en medio de las broncas de aquellos días en los USA, por cierto).

Con un par de paseos más viendo tiendas de lujo y Zara y deglutiendo una porción de pizza acabó mi visita a NYC. Monté en el tren de vuelta al aeropuerto de Newark sorteando a un tarado que balbuceaba cosas raras. Me despedí de esta gran ciudad con un sinfín de imágenes en mi cabeza, desde King Kong hasta Woody Allen, pasando por Friends. Y la abandoné con una única idea en la cabeza: volver.